En tanto palabras y corazón juegan en campos contrarios, según mi dirección de ojos, invento así una excusa para no tener que mutar el segundo en función de las primeras.
Y es que la palabra evoca resortes del mundo astral y el corazón descubre latidos de la propia vida, de su intensidad amplia y la brisa cercana.
Así la cosa el texto y la luz nunca pueden ser hermanos, por que la mirada surge del silencio y la palabrería evoca a las nubes de los adictos.
Una opinión: una estaca.
Un rezo: el eco de un rito muerto.
Una ola: el mar entero.
Una llama: todo el fuego.
La energía vital hermana a la pulga y al horizonte.
Pero la palabra empuja el código al terreno astral: a la creencia, el deseo, la evocación, la esperanza, la ensoñación, el consuelo, la vastedad, la añoranza.
La sensación, pero en concepto: en ideas emotivas que arrastran y que hacen vibrar desde ese plano tan vasto y confuso donde el corazón se encuentra y donde el corazón se pierde.
Con los pies sobre la tierra puede ser guía y motor, pero con el cuerpo sobre la balsa, reflotado por letras y empujado por versos, promesas y demás mierdas, la víscera se vuelve juguete, experimento y consolador y deja de marcar el norte.
Es por esto, me parece, que palabra y corazón son como agua y aceite y que la gente los sueñe juntos es fruto de la propia trampa del juego de su agitación.
Por eso llego a la conclusión, mas como nueva vacuna y apuesta tranquilizante que como verdad que me crea y defienda, de que el corazón no escribe. Y la palabra no late.
Es el eco engañatifoso el que crea de este espejismo un oasis.
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